De piernas abiertas al apagón
Secretamente me fascina que los años tengan nombres, o quizá sólo disfruto escribir los encabezados de página: lugar, fecha completa, y a renglón seguido una larga consigna entre comillas que por razones geométricas le da cuerpo a la parte superior de la hoja en blanco. Hay quienes lo apuntan todo, sobre todo las niñas parecen querer atrapar en palabras hasta las pausas y las muecas de la maestra, y los estornudos, que escriben así: sniff sniff. Quisiera saber dibujar, pero mi talento se limita a trazar la O según las instrucciones de la maestra «una pelota con un lacito», a reescribir hasta la perfección los encabezados y ya por inercia, ya menos simétrico, a continuar con numeritos en el caso de las Matemáticas y más consignas cuando es Historia. Los que saben dibujar, niños dispersos que no necesitan comprender nada y se sientan en posiciones incorrectas, casi siempre terminan castigados a la tarde. Después de almuerzo uno puede verlos a través de las persianas, aburridos en eso que llaman «remedial», pero uno no les hace caso porque los observa desde el área de juegos, porque uno no sabe dibujar y por eso lo anota todo. Y aunque mis inclinaciones artísticas fueran nulas, puedo asegurar no sin cierto orgullo que era muy talentoso jugando a los yaquis, aún hoy si lo intentara podría ganarle a cualquier niña. En la escuela, sin embargo, reprimo mi impulso de unirme a ellas y salgo corriendo a jugar de manos y a ensuciar el uniforme con los otros machitos. Con mamá en cambio no tengo que esconderme. De hecho, no hacemos otra cosa durante los largos apagones nocturnos. Una vela al centro de la 24