Visita familiar
Si fuera sincero, el tío Seve diría que le molesta esa nueva manía de su mujer (sin dudas condicionada por su reciente estatus) de llamarle «cielo» y no Seve como antes, como siempre. Pero prefiere no mencionarlo, por lástima o amor, es lógico que en su soledad de mujer abandonada, allá en las noches frías del reparto Aldabó, lo encuentre en estrellas que han estado sobre su cabeza desde que nació y que sólo ahora sabe reconocer. Ella hace lo que puede, hasta se embute en vestidos olvidados de su juventud en un último esfuerzo por transportar a su marido a tiempos mejores. Sin embargo a Severo, que ha perdido el gusto, el vestido le parece hecho de papel higiénico y su mujer un tamal. Quizá no estaría mal empezar a llamarla «mi sol» a partir de la próxima visita. Podría decirle: «Mi sol, ese vestido te lo compré en la zafra del setenta y ese año, si los hubiera, es para olvidar». Ella se molestaría, pero terminaría por comprender. ¿Qué clase de mujer no perdonaría a su hombre injustamente preso? ¿Acaso no lo ve como un héroe? Es una mujer sabia, treinta años ininterrumpidos de matrimonio conducen por naturaleza a la sabiduría. Supo por ejemplo enseñarlo a cocinar, sin imposiciones ni reglas, como si ese deseo naciera de él y luego, por esa misteriosa ley de los largos matrimonios en los que la mujer termina llevando los pantalones, el tío Seve, sin darse cuenta y sin remedio, fue nombrado cocinero oficial del hogar. ¿Quién cocinaría en su ausencia? ¿Su hijo? ¿Su hija, que cada vez que lo visita pregunta por sus compañeros de celda y le causan gracia los nombretes de cada uno? Y los 48