14
ricardo alberto pérez
en ello, ya que la vida de cada uno de los otros era para los otros. En esos tiempos que enfrentaba a Balzac, encontré entre los libros de mi padre uno que imponía distancia y cierto sentimiento de temor. Se trataba de El proceso de Nuremberg. Como todo niño busqué algunas láminas que disminuyeran la rudeza de las palabras en el intento de hilarse coherentemente para contar los detalles de alguna barbarie. Al final estaban las láminas, pero no eran paisajes, sino personas en blanco y negro. En un raro arranque de pánico experimenté que aquellas fotografías podrían llegar a corporizarse, la mayoría de los seres que habitaban en ellas tampoco me gustaban, eran algo más graves que malos, más bien complejos, con un fuerte componente de alteridad que a mis pocos años aún no podía comprender. Durante los mediodías el campo se torna exageradamente tranquilo, era la hora que aprovechaba para fugarme y subirme encima de los árboles; tenía frescas las imágenes de esos rostros, por momentos tan impregnados en mí que llegaba a sentir cómo algunos de los criminales juzgados en Núremberg trepaban los mamoncillos, las matas de mango, y al compás mío llegaban a disfrutar las vastas sinfonías de los pájaros. Recuerdo que entre todos los rostros el que más me invadía era el de Robert Ley, con su cabeza lisa y una dura expresión en los pómulos. Mi primo, que vivía en la misma ciudad donde yo lo había hecho hasta los seis años, me iba a visitar a la finca, llevaba ametralladoras, granadas, pistolas de escaso calibre, caretas y hasta antifaces, siempre obsesionado en jugar a los policías y bandidos. Pero casi siempre terminaba convenciéndolo para jugar a