76
ricardo alberto pérez
prácticamente había concluido. Dalia me pidió que la aguardara un instante para despedirse de sus amigos. Fue hacia ellos, que parecían haber usado algunas bromas, a las cuales respondió con humor y cinismo tomando su mochila y dirigiéndose nuevamente hacia mí. Una vez en Casa Blanca me convidó a subir al Cristo de La Habana a través de la escalera surcada a tramos por la maleza y el musgo. Parábamos constantemente para seguir besándonos. En un momento la desvié hacia un bosquecillo que se había originado de pequeños arbustos. Descubrí que alguien había abandonado en aquel sitio una caja de televisor LG, de veintiuna pulgadas, y sin dudarlo tiré a Dalia encima de aquel lecho improvisado con la intención de desnudarla. Entonces descubrí que lloraba. Me conmovieron sus mejillas empapadas, no tanto de lágrimas como de un sufrimiento que hasta ese instante había ignorado a la perfección. Ya solo tenía puesto el jeans, y yo había mordido repetidamente sus senos recibiendo a cambio el placer de sus exóticos sonidos. En ese momento me apartó de ella hasta lograr sentarse y decirme: «no podemos seguir, parece que voy a morir pronto…» Lo que siguió fueron unas bibijaguas enormes desplazándose entre su cuerpo y el mío, llevaban fragmentos de hojas mucho más grandes que ellas mismas; en breve las bibijaguas llegaron a ser tantas que lograron separarnos definitivamente.