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26 Raíza. El tuerto Entrado ya el otoño, Raíza y su joven amante saltaban por encima del agua camino a Los Cabezos. Los delicados pies de ambas se hundían en la arena fangosa mientras las bocas se apretaban en un deslumbramiento, cuerpos destinados a sumergirse en el misterio de la sal. De pronto declinaba la luz para que las siluetas se filtraran como mensajes en lo más firme de las rocas filosas cuyos pronunciados agujeros eran ocupados por el agua que regresaba una y otra vez para golpear el imaginario de cada una. No eran peces, ni pájaros, ni reptiles, aunque al enlazarse parecían las tres cosas fusionadas en el abrazo. En la seducción daban la impresión de tener anillos, contorsiones violentas capaces de remover y arrancar de raíz cualquier obstáculo que tratara de detener aquella euforia ligada desde ese momento a la más radical de todas las corrientes marinas. ¿Qué es un ojo clavado en el mar?… algo más que un cono desde el fondo traspasando decenas de metros, arrastrando en su veloz trayectoria toda la densidad de los intervalos en los cuales se acumulan las secuencias de los dramas según su real gravedad. Cono de ojo sumergido, extraviado, arrancado y devuelto a la relación natural de las cosas. Mirada dividida en zona tiesa, encerrando con su errática disposición, en un círculo imaginario, el vigor desplegado. Ahí viene la madre del tuerto, parece una vieja cantante de tango, se bambolea, y en cada esquina emprende su discurso patético, pero es pintoresca, dinámica, y si detallamos con tranquilidad su rostro