Número 8
EL HOMBRE PRONUNCIABA primero una palabra, «¡Sinara!», admirativamente, como una interjección, y luego desplegaba los brazos. Enseguida, ahuecando la voz como si comunicase un secreto, exclamaba «¡Sinara, cúpulas malvas!». A veces ya no decía nada más durante el tiempo que permanecía en la taberna. Otras, después de girar las espaldas para apurar el vaso de vino, se volvía de nuevo y entonaba alguna alusión que iba completando la sugerencia de un mundo lejano y misterioso: torres blancas, zócalos azules, carneros de cuernos dorados, los ojos pintados de las niñas. Sinara, cúpulas malvas. Iba para asegurador, pero aquellas palabras acabaron desviando el camino de su vida, y mostrando la señal de un destino, como
un mensaje que aquel hombre alto y flaco, de nariz muy roja y pómulos cubiertos de venillas, se hubiese visto obligado a llevar ante él para transmitírselo. Desde los primeros momentos de su aparición en Los Porrones, todos los parroquianos consideraron que las alusiones del forastero eran fruto de un delirio, y solo la compostura que mostraba hizo que hasta el propio Manolo tardase en descubrir su permanente estado de intoxicación alcohólica. Sin embargo él, frente a la burlona mirada general, a partir de la dolorosa convalecencia de la paliza que había recibido, amoratado todavía el ojo izquierdo, dolorido el torso, los testículos aún muy hinchados y molestándole al caminar, encontró de repente en la exclamación 7