Ventanales • Universidad Casa Grande • Año IX No16
SALA DE MEDIOS
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Lunes, 4 de mayo de 2020. He llegado al mundo de improviso: me recibió mi padre con una toalla que encontró al paso. Mi madre lloraba, hasta que me escuchó gritar. He nacido al pie de mi casa, en el auto aún estacionado. Mi salida del vientre no tomó ni dos minutos, apenas mi mamá se sentó en el asiento detrás del conductor. Nací a la semana 38, pesando 8 libras y con un tamaño de 52 centímetros. Los dolores le llegaron de súbito a mi madre. Mi hermana mayor no entendía, a su edad, lo que ocurría… Mi joven mamá gritaba, adolorida. Mi padre, ayudándole para que subamos al carro. Al mismo tiempo, llamaba a la ginecóloga y también a sus amigos, para encomendar a Cayetana, mi hermana de dos años que miraba en silencio. Hasta que salió la generosa vecina, Melissa, y la llevó a su casa. La tía Alina despertó al primer timbrazo, a las 04h25; se alistaba cuando, poco después, escuchó al otro lado del teléfono a papá. Lo que más le había asustado a ella fueron los gritos desgarradores de mi madre. En menos de 15 minutos, ella, con el celular en la mano, escuchó mi llanto. “¿Ya nació? ¿Cómo?”, se preguntaba, exaltada. Por suerte, las madrugadas de mayo en Guayaquil son cálidas. No sentí frío. Mi madre me abrazaba. Ahí estaba yo: pelinegra, moviendo mis manos y sollozando por el ruido que tiene el mundo fuera del vientre. Papá trajo una sábana blanca y me arropó. Eso, y los brazos de mamá, me tenían tranquila. Mi papá, desesperado, preguntaba a la doctora por teléfono si cortaba el cordón umbilical. Mi mamá lloraba, temerosa, con dolores persistentes, porque la placenta seguía dentro de ella. Éramos una todavía. Juntas. Melissa, la vecina generosa, la calmó con una frase sencilla y llena de amor: “Póntela al pecho”. Así, aún unidas, viajamos hasta la clínica. Mi papá manejó cauto. Antes de las 5 de la madrugada, se veía cientos de personas en cola para ingresar a los supermercados. ¡Cierto!, mi arribo fue en medio de una pandemia. Al volante, él se repetía en la cabeza que todo saldría bien, que se puede cruzar las luces rojas con cuidado, que el estado de excepción era lo de menos, que los militares nos podían ayudar, que mi mamá es valiente y joven, que con 23 años puede amar infinitamente. Y ese amor y esa fuerza hacen que sea la mejor madre del universo. Arribamos a una clínica privada de Guayaquil. Mamá iba a ser tratada por su doctora, aunque no había pediatra para mí. Me envolvieron en una manta verde, mientras cortaban el cordón. Papá se enfrascó
a s o p i r a M Carta de unaa azul recién nacid