De brazos, tobillos y muñecas
En la autoficción el acontecimiento no es lo relevante. No es el estilo, no es la trama. Es la forma. Sin embargo, cuando piensa en la forma, no puede evitar —entre las cuatro paredes en las que está obligada a vivir—, recordar las otras cuatro paredes en las que estuvo alguna vez. Piensa en lo apretada que estaban las hebillas y el vértigo que sentía al despertar y percatarse que tenía las manos y pies atados a la camilla. El espacio era dicotómico: la pieza daba a los cerros, a la luz del sol de verano. Había siempre flores al lado de su cama. Y ella acostada, demacrada, enfrentaba la dureza del cuero en sus tobillos y muñecas. A veces cuando la amarraban después de ir al baño, algunas de las enfermeras tenían más cuidado que otras. Le caían mejor las del turno de la mañana que las de la noche. No las recuerda mucho, pero sabe que los espíritus no rondan de día. Tampoco puede acordarse cómo eran las noches. Sólo recuerda pastillas y el cansancio por el llanto. Las mismas pastillas que toma en cuarentena, pero ahora en una doble dosis.
Cuando el aislamiento nos une | 43