xxxxxxxxx La Protesta
contra La vida reguLada, convencionaL y frÍa de La burguesÍa estuvo eXPresada, a PrinciPios deL sigLo XiX, Por La LLamada bohemia.
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PERÍODO 3
[ CAPÍTULO 24 ]
res de la Independencia. Con ello exhibió su estado de ánimo después de las graves acusaciones contra él hechas a raíz de su actuación al lado de los Gutiérrez. A menor distancia cronológica iba a efectuar también él con sus enemigos lo que se llama en inglés "el asesinato de los caracteres". Si el gigante Gulliver apagó el incendio del palacio real de Liliput con un chisguete urinal, Casós quiso convertir sus libros en un albañal donde quedaran anegados los hombres públicos de su épo ca, por él vistos como si fueran liliputienses, y pretendió sumergir con ellos a la sociedad toda. En la "Advertencia" que precedió a Los amigos de Elena el improvisado novelista dejó constan cia de que nadie había escrito hasta entonces la historia del Perú. Como un espadachín turbulen to que de pronto hablara de su oculta afición por la vida conventual, reveló que, durante varios años, a partir del drama de Monteagudo, había querido él allegar los materiales para componer el "romance" de los sucesos nacionales desde 1820 hasta 1834. "El diabólico 22 de julio de 1872 que el cielo sepulte en los abismos del tiempo (agregaba con ira) vino a perturbar no solo mi propósi to sino por completo mi género de vida y a echar al diablo mi estudio y mis papeles". Su plan en ese momento era escribir únicamente sobre hombres y cosas contemporáneas. Para defender el empleo de la forma novelada expresó que su propósito era hacerse entender por las masas, o sea por el pueblo. Acaso como quería atacar directa y sañudamente a determinadas personas o presentar ciertos episodios concretos, un estudio social o un análisis doctrinario hubie ran resultado ante la excitación en que se encontraba, demasiado objetivos, demasiado elevados. Las últimas frases de la "Advertencia" mencionada, al repetir con Simón Rodríguez que "en el Perú solo es admirable lo que no sucede" y al declararse "cansado de no ver más en este país que aglomeraciones de prostitutas, lacayos y mendigos en todas las escalas de esta inmensa sociedad", definen claramente su actitud y ubican al secretario de la fugaz Dictadura en 1872 (colocado entonces por sus contemporáneos en la categoría de un apátrida) dentro de la "literatura del asco" que, desde muy distinto plano ideológico y moral, cultivó después González Prada. Aunque las dos obras impresas en 1874 sumaron más de mil páginas, no llegaron ni a las vís peras de los días que, sin duda, Casós tenía más interés en aclarar. Pero sea por impotencia para una empresa de más aliento o por precaución después de los primeros desahogos, Casós no llegó a publicar las dos novelas que anunció después de ¡Los hombres de bien! ni tampoco la continua ción inmediata de Los amigos de Elena. El orador renombrado, el abogado activo, el revolucionario de 1854, el tribuno liberal del Con greso de 1858 y de la Constituyente de 1867, el vocero de las muchedumbres patrióticas de 1864, el autor de un olvidado proyecto de Constitución, con el objeto de reformar la de 1856, no se había entrenado en técnica literaria para escribir buenas novelas. Tampoco su ambición era artís tica. El mundo de la ficción no era sino un disfraz para presentar el mundo de la realidad tal como él lo veía o como quería que lo viesen los demás. Pero en ese propósito de enmascararse para desenmascarar a una sociedad que él creía cínica y feroz, apeló a adulteraciones inocentes y vani dosas que provocaron la burla de los lectores y que los críticos repiten. Al personaje Alejandro Asecaux (que era él mismo) lo hizo rubio y bello, perteneciente a una familia cuyo apellido figu raba en el Almanaque de Gotha, prodigio de talento y de probidad, rico y afortunado y con un amor purísimo; cuando vulgarmente a él se le conocía como el "zambo Casós" y su carrera había sido tempestuosa, discutible y contradictoria. En cambio los demás hombres públicos de la épo ca, entre los cuales estaban varios presidentes de la República, ministros, militares y hombres de negocios como Meiggs, aparecieron con sus nombres completos o ligeramente desfigurados por fáciles trueques de sílabas, para ser casi siempre exhibidos en la peor forma. Curioso resulta, sin embargo, su elogio a sacerdotes como Mateo Aguilar y Pedro Gual. La sociedad del Virreinato vivió ensamblada (cualquiera que fuese su desnivel) dentro de una coherencia orgánica que enlazaba al Estado, la Iglesia, los estamentos y las clases, salvo el caso de algunos rebeldes, considerados entonces como traidores, herejes o extravagantes. A pesar de esta atmósfera de conformismo que prolifera en múltiples escritos adulatorios o apologéticos, no falta