Teresa España
El coronabeso letal Luis Alejandro Pérez de Llano
Se lo puedo asegurar, la mayoría de las veces la atención a los pacientes es tan rutinaria como un matrimonio de 20 años. Entras en la habitación de un enfermo sabiendo de sobra lo que tiene y el interrogatorio y la exploración son tan auténticos como el orgasmo de una puta. Así que, por pura supervivencia, me entretengo haciendo preguntas sobre la vida y milagros de los atemorizados seres que padecen en las camas del hospital. Eso los tranquiliza. Y a mí también. Pero esa mañana, no, en algún momento la botella de whisky de la noche anterior se había transformado en un berbiquí que me horadaba el cerebro. J.P.M. es un varón de 64 años que lleva en su rostro todas las marcas de una vida de excesos. Alguien dijo que a partir de los 40 años todo el mundo es responsable de su cara. Ahora la cara de ese alguien está tallada en un monte de Dakota y la mía me demuestra cada mañana que tenía razón. Sé lo que tiene el paciente, una neumonía por coronavirus. Le pregunto cómo pudo contagiarse. —Pues verá, doctor, fue mi mujer la que me contagió. —Ah, vaya… ¿Llevan muchos años casados? —Treinta y dos exactamente. —Todo un récord hoy en día. ¿Tienen hijos? —No, no hemos tenido descendencia. —Bueno… mírelo como una ventaja… muchas mujeres deciden cerrar las piernas cuando el marido ya ha cumplido su misión reproductiva… —Doctor, en mi caso no hizo falta tener hijos para eso… Pensé que no era una buena idea insistir en ese tema, así que le tomé las constantes, lo ausculté y, a pesar de que la situación era grave, le afirmé que se curaría con seguridad, que no se preocupase, que estaba en buenas manos. Mi voz aguardentosa no contribuyó
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