La tos Eulogio Rodríguez Becerra
Antonio nunca entendió por qué su padre se retorcía las manos de desesperación y casi blasfemaba al oírle toser a él o a alguno de sus hermanos. Cuando uno de ellos se resfriaba, se hacía necesario ocultar la tos si no quería tener problemas. La tos ponía a su padre de un humor endiablado y, al final, acababa pagándolo alguno. Por eso todos recurrían a diversos procedimientos para evitar toser o para que la tos no se oyera: desde tomar tisanas hasta ocultar la cabeza bajo la almohada cuando tosían, cualquier método era bueno para evitar que su padre se percatara. Resfriarse era un fastidio doble. Además de los síntomas del catarro, ya de por sí molestos, había que ingeniárselas para no toser. Y ello era especialmente difícil cuando el picor en la garganta se hacía insoportable, y la tos, inevitable. Por eso, todos procuraban en esos momentos eludir la presencia del progenitor, buscando las excusas más peregrinas. Y no es que a su padre no le preocupara la afección del hijo. Aunque su malhumor era el síntoma dominante, hasta un joven como Antonio podía ver en su cara un intenso desasosiego al oír el síntoma, sensación que, cuando creció, pudo asimilar a la angustia. La tos del hijo angustiaba al padre, y Antonio no podía entender el motivo. A su padre no lo conocían en su tierra por su nombre. Al menos no por el nombre que él conocía. Cuando, ya mozo, Antonio viajó por primera vez a Asturias, la tierra natal de su progenitor, el joven se presentó a los parroquianos del único bar del lugar como hijo de Dionisio Sánchez, pero sus interlocutores no lo ubicaron. Cuando precisó que era sobrino del tío Servando, el cosario de Nogueira, entonces ataron cabos: —¡Ah, tú eres hijo de Lián, Liánel de Valín! El tío Servando resultó ser un personaje simpático y dicharachero, a quien le gustaba gastar bromas, aunque no tanto recibirlas. Una vez por semana cogía el autobús que le llevaba a Oviedo, donde realizaba todas las gestiones o compraba todas las cosas que le
165