34 minutos, 2040 segundos Sergio Sánchez Fraile
El día en que se conocieron, Karim se había entretenido volviendo a casa quedándose embelesado por los escaparates luminosos del bulevar. La bocina le sorprendió a medio camino y ella había aparecido como un oasis en el desierto. Con gestos, le había invitado a protegerse en su tienducha del paso de las estelas brillantes mientras la calle se vaciaba de transeúntes. Su sonrisa y la profundidad de sus ojos no encajaban con la reprimenda más que merecida por su descuido. El culpable: su reloj marcador. Se había quedado congelado y Karim había perdido la noción del tiempo, poniendo en peligro a los dos. —Venga. No te agobies. Vamos a estar aquí los 34 minutos. No lo hagas más incómodo de lo que ya es. Levanta del suelo. Me llamo Rachida —dijo alargando la mano. —Karim. Lo siento de veras. Este marcador… —Sí, sí. Ya lo has dicho. Usaremos el mío. Trae a ver qué puedo hacer con ese. Mientras Rachida le daba varias vueltas al aparato de Karim, él analizó la tienducha. Los chicles junto al detergente en seco. Latas de cerveza y pinzas para la ropa compartían estante con el betún y unos pimientos. Bajo el mostrador había escondidas varias cajetillas de colores. —¿Qué miras? ¿Quieres una? —dijo Rachida. —No, no. No quiero líos —dijo Karim. —Buena respuesta. Alégrate de no estar enganchado a esa mierda. Rachida consiguió abrir el aparato con un destornillador minúsculo que sujetaba entre los dientes. —Ahí está —dijo Karim. Una niebla espesa avanzaba con parsimonia. Las tiras blancas salpicaban el aire y las motas en suspensión se cubrían de glamur gracias a los reflejos intermitentes de la luz de la luna. Tenía un encanto hipnótico. 177