Luis Alejandro Pérez de Llano
Amor de bus César Augusto Bejarano Rojas
—Dígame algo, Tatiana. —Hablalo, mor. —¿Usté me quiere? Ella sonríe y levanta una ceja, se muerde luego los labios y empieza a jugar con sus dedos, caminando con ellos cual pequeñas piernas sobre su brazo. —¿Usted qué cree? Julián abre la ventana del bus y empieza a cargar su boca con un fuerte sonido que viene de la garganta, o de alguna cueva que tiene por dentro. —Pues demuéstremelo —dice, con la voz casi inaudible, como quien habla con un pedazo de buñuelo en la boca. Acto seguido, lanza un blancuzco meteorito que cae justo sobre la calva cabeza de un transeúnte. Tatiana abre los ojos con tanta fuerza, y con tal dimensión, que sus pupilas parecen a punto de caerse sobre sus rodillas. Su respiración se acelera tanto como el enceguecido bus que compite con otro por algunos pequeños centavos. (En este punto no podríamos asegurar qué corazón está más acelerado, si el de Julián, el de Tatiana o el del conductor). Toma la mano de su novio, la entrelaza como quien entrelaza su vida a otra vida, esperando que ese momento dure para siempre. Carga su garganta con más fuerza, que parece venir desde la punta de los dedos de los pies y logra una genkidama que bien podría arrazar contra Freezer en un abrir y cerrar de ojos. Lanza el poderoso voltaje contra otra calva de otro calvito, en las calles de Pablito. El segundo sujeto cae como Krilin cayó por amor; como cayó por, básicamente, todo. Ahí iban dos gonorreas, en un transporte público de Medellín que iba a más de 100 kilómetros por hora, jurándose amor eterno entre babas. 27