Sandra Garay Martínez
Colombia César Augusto Bejarano Rojas
Recuerdo que cuando tenía 8 años fui a la tienda a comprar huevos. Mi mamá iba a hacer el desayuno, y a esa hora toda la casa desprendía el mejor aroma del mundo: chocolate recién hecho. Cuando llegué a la esquina, de Trujillo con La América, que separaba la tienda de la casa de Juancho, mi mejor amigo, había dos lobos que se estaban bajando de una enorme moto y apuntaban con un bate negro a una mujer. Le gritaban algo que jamás entendí. Ella levantó los brazos y se arrodilló. Los policías se lanzaron sobre ella y la golpearon tantas veces que mi madre tuvo que ir a por mí. Quizá porque habían pasado tantos minutos sin volver a casa. Me arrastró de la espalda y me cargó en sus brazos. Le pregunté entre lágrimas y temblores qué había pasado. Me dijo que me callara, que no estaba pasando nada. Me sentó en el sofá y secó sus lágrimas, mientras revisaba que yo no tuviera alguna herida. Cuando cumplí 14 años salí con Juancho y Tatiana, la que era la novia de él. Íbamos a celebrar mi cumpleaños. Íbamos a pasarlo bien. Íbamos a comprar todos los dulces que pudiéramos y a terminar jugando con la Nintendo 64 en su casa. Íbamos tres a celebrar un cumpleaños, pero volvimos solo dos. A Juancho lo alcanzó una bala perdida, que disparó un policía. Luego, unos años más tarde, me iba a enterar que era uno de los que había golpeado a la mujer. «Jorge, ni cuando cumpla 20 años me va a ganar en el Mario Kart». Esas fueron las últimas palabras de mi mejor amigo, a quien odié por ganarme tanto al siempre pedirse a Yoshi. Esas fueron las últimas palabras de un niño de apenas 15 años que soñaba con ser piloto de carreras. «Usted ni siquiera juega tan bien como cree.» Esas fueron mis palabras cargadas de envidia, pero que no dejaban de tener aprecio. 29