Ella César Augusto Bejarano Rojas
Me hice el pendejo cuando sonó el móvil. Sabía que era ella, pero sabía que debía hacerme esperar. Destapé la otra cerveza y di unas vueltas por la casa, intentando hacerme el interesante. No pasaron más de diez minutos cuando lo cogí y vi el mensaje. Mi corazón se aceleró tanto que casi atravesó mi pecho. Creo que ni juntando una jarra de café, mezclada con un par latas de cerveza, podría describir el subidón de adrenalina que el mensaje me dio. El móvil se movía a ritmos frenéticos en mis manos. Mi respiración se hizo más profunda. Respondí su mensaje. Esperé ansioso. No pasó un minuto cuando ella respondió. Y así nos quedamos, horas, escribiendo tras una pantalla. Y así me esfumé, como imbécil, habiendo intentado hacerme el interesante cuando ahora estaba completamente compaginado con ella... de nuevo. Allí radicaba su magia: en destrozar sin piedad mi estúpido orgullo y hacerme sentir que, increíblemente, las cosas estaban bien.
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