Marta Guijarro Herraiz
Un fumador en paro Maricruz Carreño
Estaba disfrutando intensamente. Me sentía especialmente bien. Estaba inmerso en multitud de sensaciones placenteras. Era una sensación de “gozo en el alma”, de plenitud. Me inundaban esas sensaciones, me recreaba en ellas. Me parecía que no iban a tener fin, que se podrían prolongar casi eternamente. Me envolvía cada una y todas ellas a la vez. Estaba en la terraza de nuestra casa, frente al mar, en esa terraza abierta, al lado de la playa, donde hoy en día la ley de costas no permite edificar. A esas horas de la noche se había apagado el griterío de disfrute de la playa donde chiquillos y mayores parecen expandirse y mezclarse con el vaivén de las olas. Esas horas intempestivas de la noche, en que el tiempo parece detenerse y te permite recrearte solo en ese instante de tiempo suspendido. Sin otro ruido que ese sonido de fondo que llena el silencio y te mece si te dejas de llevar. Unas veces más fuerte, otras casi en la lejanía. Un sonido discontinuo, que permanece en la memoria y te acompaña en los buenos momentos. Las olas llegando a la orilla… las olas rompiendo un poco antes. La retirada de la ola que deja el sonido de la arena al despedirse momentáneamente del agua. Ese sonido tranquilizador que va vaciando tu pensamiento, que actúa como un maravilloso somnífero y te puede llevar dulcemente a los brazos de Morfeo. La noche era cálida. Esa calidez de las noches del Mediterráneo cuando el sol ha calentado duramente la tierra y llega la noche y permite sentir un frescor maravilloso sin necesidad de abrigo. Un momento de temperatura ideal, ni frío ni calor, simplemente perfecta. Olía a dondiego de noche. Esa flor tímida que comienza a abrirse por la tarde, produciendo una fuerte y dulce fragancia. La barandilla de la casa estaba cubierta por estas flores, flores blancas en general o de un suave tono amarillo. El aroma que despedían me traía inevitablemente recuerdos de noches de verano, noches de vacaciones, siempre 59