El café de la facultad Vicente Gianzo González
La asamblea transcurre sin grandes discursos, nadie aporta nuevas ideas, ni siquiera los temas hasta ahora tratados merecen ser tenidos en cuenta. Es lo de siempre, exposiciones sin argumentos, sin fundamentos ideológicos, que se repiten hasta la saciedad. Nuestro movimiento revolucionario ha llegado a un punto de estancamiento tan acusado, que bien pudiera decirse que nos encontramos ante una situación de autodestrucción. ¿Qué nos está pasando? Nosotros siempre habíamos sido un grupo innovador, creativo. El partido, históricamente, había destacado por sus grandes y provechosas aportaciones a la sociedad en la que vivíamos, o por lo menos eso nos creíamos. Un ideario básico, pero contundente, en sus enunciados: lo importante era el grupo, no el individuo. Era el momento de hacer un alto. Llevábamos toda la mañana reunidos, y tomar un café nos vendría bien. Nos dirigimos a la cafetería y, allí, nos separamos por grupos. No era la primera vez que lo veía, pero no sabría decir quién era. Nunca le había oído hablar, venía a todas las reuniones y siempre se mantenía callado. El hecho de sentarse a nuestra mesa nos permitió dirigirnos a él por primera vez. No sabía cómo pensaba, qué pasaba por su cabeza, qué grado de compromiso tenía con el grupo y hasta dónde llegaba su fidelidad hacia nosotros. Viéndole de cerca, pude observar que tenía una mirada profunda y penetrante. Te miraba a la cara y no pestañeaba, eso me agradó. Tenía aspecto de líder, de persona con convicciones profundas. Estaba seguro de que podía ser un buen elemento para la causa, necesitábamos personas con ese carisma. Tan pronto tuve la oportunidad, le hice una pregunta con la doble intención de saber cómo se expresaba y qué ideas aportaría en caso de integrarle en la ejecutiva. Poco tardó en mostrarse vehemente y audaz. Traté de no interrumpir su discurso, quería analizar su aptitud, saber qué nuevas ideas nos ofrecía. Nos hablaba de poder, de
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