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ADENDA
l sino de nuestro arte nacional parece ser la discontinuidad. Desde el pasado incaico bruscamente interrumpido por la interpolación de la Conquista, resulta condenado a quebrar su curso, perdiendo el nexo necesario para el lógico proceso de evolución. El arte colonial logró salvar su ambiguo origen superando la negación intrínseca de los elementos que lo constituyeron, por la fusión del mestizaje. En las madréporas de piedra tallada de los frontispicios que adornan las barrocas fábricas coloniales; en la policromada imaginería religiosa y en la pintura cuzqueña, sobreviven las condiciones creativas del aborigen, es verdad que bajo normas estéticas importadas; pero convincente en su presencia, como potente y representativa voz de un alma colectiva; imagen de una sociedad que se siente reflejada en ella, le nutre de sus ideas y le aporta su apoyo material. Al advertir la Emancipación, las nuevas ideas que le formaron cauce sustituyen a aquellas otras que constituían la cerrada estructura cultural del Virreinato y se produce la difusión. ¡Curiosa paradoja! En tanto que nos iniciamos en la historia como ciudadanos independientes, vamos perdiendo nuestra unidad espiritual. El centralismo costeño que la República acentuó, impone la vocación europeoide que relega con desdén las manifestaciones artísticas vernaculares, sustituyéndolas por el acatamiento de estéticas foráneas, representadas entre nosotros generalmente por piezas de dudosa calidad, pero conformes al nuevo ideal. La flamante República careció de artistas. Apenas un retratista mediocre; el mulato Gil de Castro, de mayor interés histórico que mérito plástico. Un suceso de tal magnitud, que se prestaba a la representación del gran estilo, como fue la guerra de la Independencia, no tuvo quien lo pintara. Las obras que se le refieren son apenas modestos trabajos de ingenua técnica y autores anónimos. Cuando aparecen Merino y Laso, no son el resultado de una Escuela nacional, dándole al término el significado de movimiento afín en el estilo y el espíritu. Son ambos alumnos de academia; productos de una enseñanza formulista, no el brote natural de una expresión telúrica. Tampoco alcanzan a formar vínculo que los agrupe como continuadores una del otro, menos aún presentarán ideales comunes. ¡Al contrario!, estarán en campos mentales antagónicos en las respectivas concepciones de su finalidad como creadores. Ambos marcarán los hitos de partida en las sendas divergentes de nuestro devenir cultural. En adelante, la ruta de Merino llevará al ausentismo esteticista, nostálgico de ajenas realidades culturales; cultivador de lo foráneo; ansioso de exilio. La ruta de Laso será la de aquellos que se deciden a vivir en su obra y su existencia el apasionante drama de nuestra reintegración, los que luchen por superarlo encarnándolo. Pero en aquel tiempo impresiona más actitud de Merino y mucha agua tendrá todavía que correr bajo los puentes del “Río Hablador” para que el mensaje espiritual de Laso se escuche. Duras son las realidades y el ambiente resulta insuficiente para las vocaciones artísticas en ese pasado siglo. Este es un factor decisivo que empuja las esperanzas de los jóvenes hacia la cultura y el medio europeos. Tal caminos lo toman a fines del ochocientos, Calos Baca Flor y Daniel Hernández, los dos valores representativos de nuestros pasado inmediato, De Baca Flor, nacido en 1867 en Islay, muerto en Francia en 1941, la crítica nacional ha expresado desmesurados elogios, aquilatando su alta cotización como retratista del mundo financiero norteamericano. Fue
[ ADICIÓN AL CAPÍTULO 13 ]