Los colegios después de la expulsión de los jesuitas
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
2. Don Juan de Bordanave, primer rector del nuevo colegio del Príncipe Este español que se dice descendiente de un antiguo linaje de hidalgos de Navarra, pasó al Perú después de estudiar filosofía y teología en España. Entró al servicio de la familia del arzobispo como maestro de pajes para enseñarles latinidad. En 1761 fue nombrado vicario de la doctrina de Apallasca [La Pallasca] en Conchucos. Ascendido a director de los estudios de latinidad y del colegio de caciques en 1771, obtuvo una media ración de la Catedral de Lima seis años más tarde. En 1784 mandaba al Rey una relación de sus méritos y servicios, apoyada por el virrey Decroix (AGI, Lima: 1001, doc. 73), y entonces obtuvo el título de canónigo. Como rector modelo dejó muchos documentos en el Archivo General de Indias, multiplicando las gestiones y cartas de reclamaciones en nombre del Colegio del Príncipe, que proporcionan datos interesantes sobre el estado en que se encontraba dicho colegio en los años ochenta. Si con toda certeza se puede decir que aspiraba a lograr siempre más dignidades y títulos y enfatizaba los méritos que tenía en mantener la casa del colegio, no menos ciertas son la descripción que hace de su ruina y las dificultades que encontraba para hacer las reparaciones imprescindibles. La casa de San Pablo, después de la expulsión de los jesuitas, fue objeto de obras y reparaciones que duraron hasta 1771, fecha en que se abrió el nuevo colegio del Príncipe bajo la dirección de este rector. Se había separado el colegio del resto de la casa donde estaba la congregación de San Felipe Neri. Unos aposentos habían sido acomodados para los caciques y los pupilos, así como la capilla, las tres aulas de latinidad, la sala de los caciques y los refectorios. El nuevo rector pidió entonces que los muebles del colegio de Bellavista fueran atribuidos al Príncipe que estaba desproveído y carecía de mesas, sillas y otros muebles indispensables «para que puedan estar con decencia aquellos infelices» (AGN, Temporalidades, colegios: leg. 171). Quince años después, la pila estaba quebrada, los comunes obstruidos, la capilla amenazaba ruina, el suelo de las aulas estaba lleno de agujeros, las mesas, escaños y bancas destrozados y peligraban los niños a cada instante. El afligido rector escribe en 1788 que lo que más le atraviesa el corazón: «es ver la aula de primeras letras donde concurre infinidad de niños a aprender a leer y escrivir, y entre ellos los hijos de las personas mas condecoradas de esta ciudad, pues teme que algun dia, sean sacrificados en la ruina que cause el techo [...]». (AGI, Lima: 1001, doc. 73) Así evidencia que de nuevo los caciques comparten con muchos otros niños la enseñanza del único maestro. Que estos niños sean de familias tan «condecoradas» parece ser más bien una generalización imaginaria que tiende a mostrar que la
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