Los caciques: entre encuentro y convivencia
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
que servían de mediadores entre las fuerzas naturales y los hombres, y cuyas interpretaciones representaban una forma soberana de saber para la comunidad, fue desconsiderada, reducida al silencio y perseguida. La tradición, sus ritos y mitos pronto resultaron sospechosos, ya que perpetuaban las idolatrías. Por lo tanto, se produjo un hundimiento de gran parte de las elites locales que tuvieron que renunciar a toda forma de privilegio para perderse en la masa de los indios del común. La elite indígena susceptible de ser educada a principios del XVII era tan solo un puñado de hombres. Es significativo que tanto en el Cercado como en pueblos aislados de la sierra, el oficio de escribano haya sido ocupado por indios. Estos escribanos habían aprendido no solo a leer y escribir sino también a redactar utilizando las fórmulas adecuadas para cada tipo de documento requerido, basándose en textos jurídicos. Desempeñaban un papel preponderante dentro del pueblo, puesto que manejaban tanto las quejas como los testamentos. Constituían otro vínculo con la administración colonial. Es de suponer que la mayoría pertenecía a familias de caciques. Sin embargo, la falta de documentación al respecto no permite ir más allá de las conjeturas.
4. El punto de vista de los españoles y criollos En cuanto a la opinión que tenían los españoles sobre la educación de los caciques, variaba entre dos polos opuestos, que remitían a dos posturas frente al indio: el cacique bien educado sería el mejor evangelizador de sus indios, o al contrario, el cacique educado sería una amenaza para el orden colonial. Las dos posturas coincidían en un punto: la autoridad innegable del curaca sobre sus indios. Ya en 1541, el escribano Jerónimo López escribía al emperador desde Nueva España que los indios por su habilidad «y por lo que el demonio negociador pensaba negociar por allí», se habían vuelto tan buenos escribanos que «por sus cartas se saben todas las cosas en la tierra de una y otra mar muy ligeramente lo que antes no podían hacer» (Icazbalceta, 1962: I, 297). Para él, dar instrucción a los caciques equivalía a dar armas al demonio contra los cristianos. Las mismas ideas se encontrarían algunos años más tarde en el Perú. En un memorial dirigido a Felipe II en 1588, un cura de la diócesis de Charcas, Bartolomé Álvarez, denunció con vehemencia ejemplar las idolatrías y doble juego de los caciques e indios ladinos. Insistió en el gusto que tenían los caciques por el poder y la influencia nefasta que ejercían sobre sus indios. Acusó a los viejos «dogmatizadores» de seguir transmitiendo los cultos paganos y no vaciló en decir que había que quemarlos a todos, ya que de todas formas se asarían en el infierno (Álvarez, 1998: 139). Pero también evocó a los caciques ladinos a quienes acusaba de ser espías al servicio de los herejes. Se escandalizaba de que uno de ellos hubiera comprado un
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